sábado, 7 de septiembre de 2013

Desde mi ventana.

Esos pequeños murciélagos volando, batiendo sus alas, libres, sin preocupaciones, jugando en el rectángulo imperfecto que es mi urbanización, el bloque de edificios, volando en círculos sin saber a dónde ir exactamente, pero tampoco parece importarles demasiado a los dos pequeños mamíferos que luchan y pelean amistosa y gentilmente en el aire, en ese espacio donde se oyen los ladridos de perros y maullidos de gatos, y a lo mejor algún que otro niño suplicando la cena a su madre. 

Algunas veces parece que se van a chocar o colar por mi ventana, pero solo a veces, y nunca entran; les veo jugar y entonces me pregunto si acaso, si yo fuera un pájaro o murciélago, es decir, algo que volase y venciese a la gravedad, me darían igual los gritos de la gente, o el olor a estofado de ternera recién hecho que inunda todas nuestras ventanas abiertas. Me pregunto si volar merece la pena, si ser algo sin preocupaciones y libre de moverse por donde quiera sin depender del tipo de superficie o de los caminos que haya, merece la pena. 

Y entonces caigo en que no es verdad lo que mucha gente dice, eso de que podrías haber sido un pajarito indefenso en otra vida en vez de alguien de carne y hueso que tenga todo hecho. Pero nosotros también estamos indefensos, vivimos en casas que son un simple “meneo” de tierra nos sepultan bajo escombros, que un simple paso en falso nos lanza a un precipicio, que una comida en mal estado nos puede hacer enfermar. Tal vez, la vida de esos simple, pequeños y delicados murciélago sea corta, indecisa, confusa, incolora y sin conocimientos de lo que pasa a su alrededor, pero es mejor, más amena, con menos problemas, sin tantas limitaciones y más pura que cualquiera de las nuestras. 

Y ahora vuelvo a mirarlos, siguen jugando, sin ser conscientes de lo que tienen, y, así mismo, de lo que necesitan. 

Y vuelan, giran, hacen tirabuzones en el aire, y al igual que yo, varios vecinos contemplan la bella estampa de esos dos pequeños mamíferos maravillados por su picardía, y por la casualidad de encontrárselos en un lugar como este, que ahora, de noche, se vuelve lúgubre, como si alguien conocido por todos hubiera muerto. Silencio total al llegar las diez de la noche. 

Solo alguien se digna a poner un poco de música Indie, que retumba por todo el espacio que utilizan los animalitos para disfrutar de su libertad en medio de la gran ciudad.

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